Deberes para el nuevo curso

Dejar atrás los miedos. Desprenderme de lo que contamina y no suma. Trabajar la resiliencia. Pasar por la vida disfrutándola, viviéndola. Detenerme. Mirar con altura que no altivamente. Buscar lo auténtico que no la verdad -que no existe-. Bucear para hallar tesoros escondidos. Descubrir nuevos paisajes. Redescubrir lo añejo.

Tomar las riendas y tirar de ellas. Luchar por los sueños perdidos o aparcados en el camino. Enfrentarse al tedio si es necesario. Quedarse con el lado bueno – siempre- de las cosas. Dedicarse unos momentos de soledad -buscada-. Deleitarme con conversaciones interesantes. Ser adulta y -otras pocas veces- niña.

No navegar contra corriente. Pero tampoco sentirme arrastrada por la corriente. Mantener los principios para creerme y quererme. Cultivar la personalidad positiva. Despojarme de los prejuicios. Respetar a la diversidad. No juzgar. Ejercer la tolerancia. Aligerar los problemas -que no son-. Restar importancia a lo que no la tiene. Alejarme de las malas vibraciones.

Descuidar las obligaciones innecesarias. Apostar por los tiempos de calidad. Coser y coser. Sonreír al levantarme. No contarme las canas. Retozar más con mis retoños. Crecer con ellos. Poner a raya el mal genio. Contar hasta diez lentamente. Relajarme. Dejar volar la imaginación. Creer en el futuro. Dar gracias a la vida.

Regresar del pasado

Regreso del escenario del pasado, el de siempre, ese que tantas veces he evocado entre recuerdos y pensamientos. Y llego como si aterrizara de otro planeta, provengo de la intrahistoria. Ahora ya hay demasiados vivencias impregnadas en mi memoria y muchas presencias que habitan aquel lugar, siguen viviendo allí, entre sus gruesos muros, se les sigue percibiendo. Para mí aquella casa de aquel pueblo ya siempre será pasado. Está habitada por mis antecesores.

Si pienso en el espacio físico, anhelo de nuevo su origen. Intento visualizarlo como estaba antes de que algunos remiendos concebidos para ganar comodidad perdieran la esencia de lo auténtico. Lo de siempre allí son las casas con puertas de cuatro hojas de las que solo se abre la superior derecha, un vano desde el que voceabas si se podía entrar y que por dentro se cerraba con aldabilla. Lo de siempre eran los rollos de las casas, los techos de madera, los chineros, las cámaras, las cuadras, los corrales… y el «dorado», claro.

Si hablamos del tiempo qué decir… Allí se detiene porque no hay prisa, todo puede esperar. No pasan las horas. La vida se dilata y se estira sin mudar rutinas. No hay razón para ello. Porque algunas cosas no se pueden cambiar: cada uno limpia su puerta, no se puede salir entre siesta, hay que «arreglarse» para ir a misa, hay que guardar luto, al menos un año para dejar constancia de la pérdida, (llevar el negro por fuera, en lugar de sentirlo por dentro), hay que mantener las formas, el qué dirán sí que importa.

Un espacio y un tiempo que añoro cada vez que vuelvo, unas costumbres que doy por hecho y que asumo de manera innata en cuanto piso allí aunque no siempre crea en ellas. No hay hipocresía en esto que digo, simplemente se trata de adaptación, de respeto a la ruralidad del sur, a lo que has mamado porque así parecía lo correcto o porque Dios lo mandaba. En este punto de la vida ya no te haces estas preguntas. Ya no es importante nadar contracorriente. No hay nada que demostrar.

Lo que verdaderamente importa es lo esencial, que es invisible a los ojos -como decía el Principito- un sabio personaje con el que me quedo. Y lo esencial fue vivir allí la inocencia y partir en busca de la libertad, descubrirnos en nuestra «casilla» donde crecíamos y alimentábamos la amistad. Unas relaciones que eran, puramente, de verdad. Echo de menos aquella ilusión que nos llevaba a una felicidad eterna, sostenida, sin más.  A mis hijos, ahora, les pasa lo mismo. Y en mí surge una risilla silenciosa -entre triste y alegre- porque me veo igual que ellos, unas pocas décadas atrás.

 

Destino o decisión

La vida es eso que pasa mientras pensamos en lo que vamos a hacer mañana. Es ese río que fluye a borbotones, a veces, y pausado, otras. Que se transforma en cascadas precipitadas, de agua dulce y fresca, por momentos. Y que se estanca en remansos de quietud, otrora. Esto que arranca no es una oda a las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre, ya quisiera. Es solo, otra reflexión.

Había llegado hasta aquí por un lapsus de serenidad impuesta. Se detenía a pensar y se imaginaba a sí misma en un sendero rebosante de verde, por el que serpenteaba un río. Que atravesaba colinas y llanos, bosques y páramos. Había recorrido un largo camino a su paso. Le acompañaba fiel a su curso o, quizás, era al revés ¿era el río quien tenía vida propia? o, definitivamente, ¿era ella la protagonista de su historia?

Siempre había dudado de si las cosas ocurrían porque sí, como consecuencia de  un destino involuntario y caprichoso, o si, por el contrario, eran sus decisiones (a veces inocuas y otras determinantes) las que le llevaban por un camino u otro. Lo cierto es que la vida no se detenía, iba demasiado deprisa, el río tenía su ritmo y no siempre iba al mismo paso. No podía controlarlo.

Por momentos, creía que todo ocurría por el principio de causalidad. Otras veces, se veía ajena a sí misma y a su realidad, como si fuera un objeto inerte. Por eso, en ocasiones, veía pasar su vida de lejos, como en una película. Como si no fuese consciente de ella. Pero, ¿entonces de qué servía la voluntad? No llegaba a una conclusión certera.

Pensó que eso era la vida. Caminar sin certidumbres. Parar. Disfrutar de lo que su vista alcanzaba. Perderse. Y equivocarse. Y regresar sobre sus pasos. Seguir adelante. Dejar atrás la maleza. Tropezar en las mismas piedras por los mismos errores. Aprender a levantarse. Deshacerse del equipaje que le hacía daño. Y quedarse con lo necesario. Se dio cuenta, a la mitad del cauce, que era muy poco, pero muy valioso, lo que necesitaba para mirar hacia el frente. Solo confiaba en que el destino fuese generoso con ella.

Bendito aburrimiento

Cuando asoma el verano a los padres de familia de niños en edad escolar nos entran los sudores. Mucho tiempo libre para los peques y pocas vacaciones para nosotros que las estiramos como si no hubiera un mañana. Cuidadoras, campamentos, abuelos, talleres… todo nos parece poco para que el niño «esté entretenido». Ayer leía no sé dónde -esto es lo que me ocurre diariamente con twitter, que no recuerdo la fuente- un pensamiento coincidente con mi opinión, más veraz. Sigue leyendo

El pecado de ser mujer

Hace pocos días que ha vuelto a retomarse el tema de Zaida Cantera, la capitán que después de años de humillación decidió poner una denuncia a su superior por acoso sexual. El caso viene muy ad hoc en esta semana que celebramos el Día de la Mujer Trabajadora, aunque esto parezca en sí mismo un despropósito. Sigue leyendo

El dardo que no mata

Casi dos meses sin disparar palabras contra este blog en blanco. Podría ser que en medio han estado las navidades que eso siempre colapsa, de alguna manera, nuestros cuerpos y nuestras mentes. Al menos, mis neuronas entran en hibernación ante las explosiones de azúcar de los mazapanes -que ascienden a bocajarro aletargando mis pensamientos-. Sigue leyendo

Mi verdadero nombre

Se acerca mi no cumpleaños, aunque es otra manera de engañar al tiempo, que va contracorriente. El santo es ese día que se celebra mucho en el sur y sobre todo entre quienes tienen una fe fervorosa. Algo de esto debió tocarme y me caló de forma especial al llevar el nombre que llevo, el nombre por el que, al menos, todos me conocen. Sigue leyendo

Hacia la Semana Santa

Sabía que se acercaba la Semana Santa. Cuando los días empezaban a ser más largos, cuando nos desprendíamos de las coreanas (o abrigos que llevábamos muchos de los niños de los ochenta), cuando salíamos a la calle y se olían las primeras flores, cuando en casa se mascaba en el ambiente que había que preparar «el viaje». Sigue leyendo

Ausencia presente

Hoy hace un año que te vi con vida por última vez. Tres días después te marchabas eternamente. Tu mirada apagada anunciaba un adiós que yo no quise entender. Te estabas consumiendo pero yo me negaba a creerlo. Eras mi padre y pensé -infantilmente- que ibas a estar ahí para siempre. Descubrí que me hice adulta el día que te fuiste. Así, de golpe.

En aquellos días me dabas la mano porque las palabras ya no te salían del cuerpo. Estabas agotado y ya solo desprendías cariño a raudales a través de unos ojos cansados. Tus manos apretaban las mías con empeño, toda tu fuerza se agolpaba en tus dedos, unos dedos entrelazados a los míos que nunca querías soltar. En las últimas horas que pasamos juntos nos comunicábamos por el tacto y por los ojos.

Se secaron las letras de tu boca. Tú, amante del verbo, mutaste al silencio, quedándote para ti toda tu sabiduría. Porque no querías despedirte. Nos faltó decirnos muchas cosas importantes. Que nos queríamos, por ejemplo. Nuestra relación fue parca en palabras, hecho extraño en ti que regalabas conversaciones a quien te acompañaba, pero había un vínculo verdadero, único, imposible de describir.

Me enseñaste a ser todo lo que soy. Nunca podré estar lo suficientemente agradecida. Desde que desapareciste te doy las gracias a diario por estar aquí, por ser muchas veces tu reflejo. Cuando regreso a tu tierra, acudo a tu tumba como una necesidad de proximidad. Elegiste que tu última morada fuera donde habías nacido, pero en realidad tú no estás allí, estás en todos sitios. Ya no puedo estrechar tu mano, pero tu sangre sigue fluyendo por mis venas. Sigues vivo en mí.

La vida comienza a los 40

La vida comienza a los 40, decía Mafalda. Llevaba media vida pensando que era joven, que le quedaba todo por vivir, creyéndose inmortal ¡qué osada!. Llegaron los 40. Con mucha prisa, convirtiendo las semanas de los veinte y las horas de los treinta en segundos. Llegaron con aire gélido como el de todos los eneros. Tiempo. Tiempo que no corría, se esfumaba a su paso. Había llegado a la meta. Tenía todo lo importante (menos una nube que le observaba muda).

Historias vividas. Infancia lejana muy dilatada. Un pasado que ocupaba la mitad de la vida, de lo que parecía otra vida. Que recordaba como largas tardes queriendo ser mayor. Como un estado congelado en golpes de memoria, evocador siempre de la felicidad. Una juventud intensa, con ansias de libertad, de amigos, de nuevos amigos, de descubrimientos, de nuevas experiencias, de búsquedas de caminos, de sueños, de intenciones.

Después llegaron los años del crecimiento, del interno. Golpe de suerte o quizás no. Cabeza y corazón en un todo. De explosión de emociones. De amor. Amor con mayúsculas, del que se siente como nunca antes y del que se pare. No podía pedir más. Ya. Eran los treinta. Ahí se quería instalar, quería atraparlo para siempre porque nunca había sido ambiciosa. Algunas desilusiones, un susto y una pérdida. Duelos que hay que pasar.

Llegaba pensando en que seguía sintiéndose joven. Que no podía creer que esto, ya, fuesen los cuarenta. Pensaba en lo que era una mujer de esta edad hace unos años. Y visualizaba a una señora. No se veía reflejada. Le parecía mentira. Pero, en realidad, sabía que si ser una señora significaba tenerlo todo claro, entonces ya lo era. Miraba al frente con ilusión. Con la plenitud de saber lo que quería. Con un destino claro, ser feliz, pese a todo. Sabiendo que ya sabe decir que no. Y que sí. Y que ya nunca aceptará renuncias innecesarias ni compromisos obligados. Siendo consciente de que, como bien decía Mafalda, la vida comienza a los 40 ¡Bienvenidos!