Ausencia presente

Hoy hace un año que te vi con vida por última vez. Tres días después te marchabas eternamente. Tu mirada apagada anunciaba un adiós que yo no quise entender. Te estabas consumiendo pero yo me negaba a creerlo. Eras mi padre y pensé -infantilmente- que ibas a estar ahí para siempre. Descubrí que me hice adulta el día que te fuiste. Así, de golpe.

En aquellos días me dabas la mano porque las palabras ya no te salían del cuerpo. Estabas agotado y ya solo desprendías cariño a raudales a través de unos ojos cansados. Tus manos apretaban las mías con empeño, toda tu fuerza se agolpaba en tus dedos, unos dedos entrelazados a los míos que nunca querías soltar. En las últimas horas que pasamos juntos nos comunicábamos por el tacto y por los ojos.

Se secaron las letras de tu boca. Tú, amante del verbo, mutaste al silencio, quedándote para ti toda tu sabiduría. Porque no querías despedirte. Nos faltó decirnos muchas cosas importantes. Que nos queríamos, por ejemplo. Nuestra relación fue parca en palabras, hecho extraño en ti que regalabas conversaciones a quien te acompañaba, pero había un vínculo verdadero, único, imposible de describir.

Me enseñaste a ser todo lo que soy. Nunca podré estar lo suficientemente agradecida. Desde que desapareciste te doy las gracias a diario por estar aquí, por ser muchas veces tu reflejo. Cuando regreso a tu tierra, acudo a tu tumba como una necesidad de proximidad. Elegiste que tu última morada fuera donde habías nacido, pero en realidad tú no estás allí, estás en todos sitios. Ya no puedo estrechar tu mano, pero tu sangre sigue fluyendo por mis venas. Sigues vivo en mí.