La vida comienza a los 40, decía Mafalda. Llevaba media vida pensando que era joven, que le quedaba todo por vivir, creyéndose inmortal ¡qué osada!. Llegaron los 40. Con mucha prisa, convirtiendo las semanas de los veinte y las horas de los treinta en segundos. Llegaron con aire gélido como el de todos los eneros. Tiempo. Tiempo que no corría, se esfumaba a su paso. Había llegado a la meta. Tenía todo lo importante (menos una nube que le observaba muda).
Historias vividas. Infancia lejana muy dilatada. Un pasado que ocupaba la mitad de la vida, de lo que parecía otra vida. Que recordaba como largas tardes queriendo ser mayor. Como un estado congelado en golpes de memoria, evocador siempre de la felicidad. Una juventud intensa, con ansias de libertad, de amigos, de nuevos amigos, de descubrimientos, de nuevas experiencias, de búsquedas de caminos, de sueños, de intenciones.
Después llegaron los años del crecimiento, del interno. Golpe de suerte o quizás no. Cabeza y corazón en un todo. De explosión de emociones. De amor. Amor con mayúsculas, del que se siente como nunca antes y del que se pare. No podía pedir más. Ya. Eran los treinta. Ahí se quería instalar, quería atraparlo para siempre porque nunca había sido ambiciosa. Algunas desilusiones, un susto y una pérdida. Duelos que hay que pasar.
Llegaba pensando en que seguía sintiéndose joven. Que no podía creer que esto, ya, fuesen los cuarenta. Pensaba en lo que era una mujer de esta edad hace unos años. Y visualizaba a una señora. No se veía reflejada. Le parecía mentira. Pero, en realidad, sabía que si ser una señora significaba tenerlo todo claro, entonces ya lo era. Miraba al frente con ilusión. Con la plenitud de saber lo que quería. Con un destino claro, ser feliz, pese a todo. Sabiendo que ya sabe decir que no. Y que sí. Y que ya nunca aceptará renuncias innecesarias ni compromisos obligados. Siendo consciente de que, como bien decía Mafalda, la vida comienza a los 40 ¡Bienvenidos!