Regresar del pasado

Regreso del escenario del pasado, el de siempre, ese que tantas veces he evocado entre recuerdos y pensamientos. Y llego como si aterrizara de otro planeta, provengo de la intrahistoria. Ahora ya hay demasiados vivencias impregnadas en mi memoria y muchas presencias que habitan aquel lugar, siguen viviendo allí, entre sus gruesos muros, se les sigue percibiendo. Para mí aquella casa de aquel pueblo ya siempre será pasado. Está habitada por mis antecesores.

Si pienso en el espacio físico, anhelo de nuevo su origen. Intento visualizarlo como estaba antes de que algunos remiendos concebidos para ganar comodidad perdieran la esencia de lo auténtico. Lo de siempre allí son las casas con puertas de cuatro hojas de las que solo se abre la superior derecha, un vano desde el que voceabas si se podía entrar y que por dentro se cerraba con aldabilla. Lo de siempre eran los rollos de las casas, los techos de madera, los chineros, las cámaras, las cuadras, los corrales… y el «dorado», claro.

Si hablamos del tiempo qué decir… Allí se detiene porque no hay prisa, todo puede esperar. No pasan las horas. La vida se dilata y se estira sin mudar rutinas. No hay razón para ello. Porque algunas cosas no se pueden cambiar: cada uno limpia su puerta, no se puede salir entre siesta, hay que «arreglarse» para ir a misa, hay que guardar luto, al menos un año para dejar constancia de la pérdida, (llevar el negro por fuera, en lugar de sentirlo por dentro), hay que mantener las formas, el qué dirán sí que importa.

Un espacio y un tiempo que añoro cada vez que vuelvo, unas costumbres que doy por hecho y que asumo de manera innata en cuanto piso allí aunque no siempre crea en ellas. No hay hipocresía en esto que digo, simplemente se trata de adaptación, de respeto a la ruralidad del sur, a lo que has mamado porque así parecía lo correcto o porque Dios lo mandaba. En este punto de la vida ya no te haces estas preguntas. Ya no es importante nadar contracorriente. No hay nada que demostrar.

Lo que verdaderamente importa es lo esencial, que es invisible a los ojos -como decía el Principito- un sabio personaje con el que me quedo. Y lo esencial fue vivir allí la inocencia y partir en busca de la libertad, descubrirnos en nuestra «casilla» donde crecíamos y alimentábamos la amistad. Unas relaciones que eran, puramente, de verdad. Echo de menos aquella ilusión que nos llevaba a una felicidad eterna, sostenida, sin más.  A mis hijos, ahora, les pasa lo mismo. Y en mí surge una risilla silenciosa -entre triste y alegre- porque me veo igual que ellos, unas pocas décadas atrás.