Hoy me refiero a las redes sociales o tal vez a los enredos sociales, a los cotilleos sociales, a las tramas sociales, a los enlaces sociales. Debo de reconocer, en primer término, que pertenezco a una de las redes sociales más frecuentadas por los jóvenes globales.
Lo cierto es que, en mi caso, desconocía las repercusiones negativas que eso conllevaba, aunque la ignorancia no sea eximente de culpa. Como me lo temía, rehusé la opción de añadir fotos ni más datos personales que los estrictamente necesarios. Bueno sí, algunas preferencias cinematográficas, de lectura, de televisión… Asumo mi responsabilidad.
Mi reflexión parte de la premisa de que este nuevo planteamiento de interacción social es muy acertado en la sociedad en que vivimos. Nos pasamos el día conectados a un ordenador y sin apenas tiempo para relacionarnos, en definitiva, con quienes forman parte de nuestro círculo más próximo.
En este sentido, las nuevas redes sociales se constituyen en un lugar ficticio del espacio virtual donde nos reencontrarnos con amigos, antiguos amigos o compañeros, sin otro ánimo que intercambiar esperiencias u opiniones. Hasta aquí todo es legítimo como medio de comunicación.
El peligro llega con el mal uso del fenómeno. Conozco a muchas personas que están «enganchadas», que exponen sus ideologías políticas y sus adhesiones a grupos de distinta envergadura. Hay otro tipo de personas que se dedican a subir fotos colectivas y a comentarlas. Ahí está el flanco que queda sin cobertura, en que por formar parte de esa red puedes ser objeto de comentarios al descubierto.
Parece un juego sin importancia pero, en realidad, es una vulneración del derecho a la intimidad. Es un agravio al artículo 20 de nuestra Constitución. Es una cuestión de privacidad. O más bien de proteger nuestra vida, nuestro pasado y nuestros intereses. Es el precio que hay que pagar por ser un «ser social». En conclusión, se trata de respeto. Una virtud poco común.