Estaba concentrada en un proceso mental de búsqueda bibliográfica para la preparación de una clase de segundo de la ESO. Mi primera idea era plantear una exposición amena basada en ideas principales sobre los géneros periodísticos y las funciones del lenguaje en los mismos. Acercarles los textos periodísticos a unos jóvenes que rondan los catorce años.
En primer término, me hice un esquema imaginario con los objetivos. Lo tenía claro. Quise volcar mis pensamientos en el papel y dar forma a las ideas. Para fundamentar mis conocimientos en informaciones concretas recurrí a la vasta cantidad de apuntes que dejé en casa de mis padres cuando me emancipé y que desde entonces no había vuelto a revisar.
Empecé a desempolvar los archivadores. Llevaban ocupando el mismo lugar diez años. Comencé a abrir carpetas, a hojear las asignaturas, a tocar los folios, a detectar aquella letra, a reconocer mis anotaciones y empecé a sonreir. Aquellas palabras subrayadas me transportaron a otra época, a la fecha la que se escondía en el ángulo superior derecho de todas aquellas hojas.
Después de varias horas recordando aquella etapa, aquellos amigos, aquel ambiente, aquellas aulas descubrí que aquellos archivadores no escondían sólo materias, sino cinco años de mi vida. En ellos pude verme a mí misma. Contenta con mi elección. Estudiando lo que idealizaba. Preparándome para la carrera que me haría feliz.
Horas después, reparé en cómo pasa el tiempo. Y no sólo los minutos, los años y las décadas, sino las percepciones de la vida. Esos folios encerraban en sí mismos una utopía. La de quien cree que a través de ellos se alcanzará el conocimiento necesario para el ejercicio de una profesión. ¡Qué atrevimiento por mi parte!, o quizás, ¡cuánta ilusión!