Camino es el nombre de la protagonista. Y la obra cumbre de José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Camino es el recorrido de una agonía adolescente. Camino es el nombre de la película que, dirigida por Javier Fresser, obtuvo hasta seis galardones en los pasados premios Goya. Y bien merecidos.
Es sin duda una película que no deja indiferente al espectador. A ninguno. Ni siquiera al católico convencido. La historia es en sí misma cruel. Eso contrinuye a maljuzgar algunas de sus conexiones con la realidad. Los valores que se transmiten a través del dolor provocan, cuando menos, rechazo.
La película plantea una alternativa al sufrimiento humano. Las debilidades de los hombres deben ser superadas por el amor al Padre. Sólo la fe puede convertir el duelo en esperanza. Aceptar la desgracia es una virtud que sólo tienen los que aman a Dios por encima de sus veleidades terrenales.
La entereza de la niña y su familia ante la enfermedad es algo incomprensible bajo la mirada mundana. La vitalidad de Camino, su fuerza ante la adversidad, la felicidad que destilan sus deseos son dignos -eso creo- de una santa, de una extremada militante religiosa o de un ser que no habita mi mismo planeta.
No entiendo tanta energía derrochada ¿Existen de veras personas que arrojan toda su generosidad por unas creencias? ¡Qué valientes si así lo sienten! No las cuestiono. Sólo que soy incapaz de comprender su atronadora espiritualidad. Pensaba que la muerte, con el tiempo, causaba resignación, no más.