En la última nochevieja me salió un desafortunado ¡Feliz mil novecientos….! y ahí me quedé. Con la boca abierta y perpleja. Pensando que el último cuarto de siglo pasado fue mi vida anterior, la que recuerdo como si fuese otra. Niñez, adolescencia y juventud resumidas en felicidad absoluta. Toda en una.
Eché la vista atrás y me encontré con esa niña rubia y delgada que hacía ballet y que disfrutaba yendo al colegio. Con esos amigos de la infancia que aún recuerdo con nombres y apellidos. Y que están presentes en todas mis evocaciones de aquellas clases con Josefina, Paloma o Peter. Me encontré en aquel patio de columpios -enorme- ante aquellos pequeños ojos. En ese universo que fue mi mundo y que quedó congelado en imágenes.
Me descubrí -en un pequeño salto- pasando al instituto. Nuevas amistades y nuevo horizonte. Cuatro años que parecieron durar más que los últimos diez. Descubrimientos, viajes, fiestas, risas… Pura diversión. Y literatura por encima de todo. Años de leer y leer y de hallar virtudes y creer en ellas.
Nuevo ciclo. La Universidad. Ilusión. Y más risas. Y más nuevos amigos. Y sumando. Y creyendo más en mí. En las posibilidades que brindaba el futuro. En todo lo que quedaba por venir. Esperanza, deseos y sueños prometedores. Después de eso veo un salto. Al abismo y sin red. Pero con mucho impulso.
Y llegó el siglo XXI. Lejos también queda. Vida y más vida en los primeros diez años. Y más sueños y proyecciones. Muchos más. Nueva andadura. Menos ligera de equipaje pero feliz. Mucho futuro. Avanzando lentamente pero segura. Madurez. Ahí llegó, creo yo. Enseñándome a aprender de las nuevas experiencias.
Después de eso, el tiempo se detiene. Mi memoria durante los últimos años me devuelve una película muda que recuerdo a trompicones y que resumen otra estadía. Como estanca. Difusa. No hay fechas tan exactas. Evoluciona constantemente, por segundos, diría yo. Y pasa. Sin apenas poder pisar el freno. Pero intentando frenar con cada decepción y con cada ilusión. La sensación es vértigo ¡Detente! Me digo.