La Navidad era despertarse por el soniquete del transistor cuya cantinela siempre acababa en pesetas. Más bien en mil peseeeeeetas. Te ponías la bata -sí, esa prenda en desuso- y deambulabas por la casa con la felicidad de saber que tenías dos semanas por delante de vacaciones. Mientras, mi madre trajinaba -como casi siempre- en la cocina. Era la presencia necesaria -a la par que invisible- para los demás.
Mi padre volvía de la compra con las viandas típicas de estas fiestas. Y después miraba si le había tocado la lotería. Y a continuación siempre decía lo mismo: hoy es el día de la salud. Después de soltar unos cuantos improperios, eso sí, por haberse gastado tanto dinero ese año para nada. Y su última frase era: el año que viene solo compro un décimo, porque si te está de tocar, te toca.
Cuando se le pasaba el sofoco decía, vámonos a la Plaza Mayor a dar un garbeo que te invito a un bocata de calamares. Y allá que íbamos. Primero a los puestos, a comprar su cotillón y alguna que otra pandereta. Eso le encantaba. Para cantar villancicos el día de Nochebuena. Sus interminables canciones encadenadas quedaron como herencia en nuestras memorias. Y luego el prometido bocata. En su mítico bar.
Acumulo golpes de escenas cotidianas de navidades trasnochadas. De cuando venían los Reyes Magos, aquellos Reyes más humildes que los de hoy, en los que siempre caía algo que hiciera falta, que era el leit motiv de mi padre. Además de algún que otro juego que no habías pedido y que no sabías por qué lo habían elegido. Eran unos reyes austeros, pero se esperaban con mucha ilusión.
Los polvorones y el turrón de almendra eran los postres favoritos de mi padre durante veinte días. Aunque en los últimos años fuesen una carrera de obstáculos para sus desgastados dientes, no se resistía. Tampoco hacías ascos a los frutos secos, sobre todo, a la boda, su preferida combinación entre el higo y la nuez. Lo bueno de los recuerdos es que vuelves a vivir el pasado. De alguna manera, revives a quien quieres.