Aquellos veranos eran de mañanas cortas y siestas largas. Días con sus noches que conservo como fotogramas fijos y que recobran vida a poco que lubrique mi memoria. Mañanas en las que te levantabas rozando el mediodía y lo primero que hacías, después de los recados, era buscar a los amigos. Regresabas a la hora de comer, había un olor característico: la casa rezumaba a tortilla, ajoblanco y melón o una combinación de todo ello. Después, llegaba la temida siesta de los mayores, siesta que me obligaban a «echar» y de la que me zafaba sin mucho riesgo. Eran las horas de «El coche fantástico», «Fama» y «El equipo A».
A mi oído regresan el desquiciante ruido de las moscas de aquella casa de pueblo, el alegre canto del gallo que nos anunciaba un nuevo día, el sonido agudo y monótono de los grillos que tenía su hora punta a la hora de almorzar, el balido de las ovejas de fondo, el zumbido ensordecedor de aquellos ciclomotores tuneados que subían y bajaban la misma calle repetidamente durante las horas de calor.
Y el calor. Vuelvo a sentir aquel calor sofocante. Lo noto. Lo sudo. Lo vivo como ayer. Y me lo intento sacudir de mi piel con aquellos abanicos que mi abuela tenía por los cajones. O con los pay pay, una versión barata de los abanicos japoneses, aquellos que nos daban a los niños para no romper los buenos, los que se llevaban a las visitas y a misa. Aquel calor que aliviábamos bañándonos en el río o en las pilas, que hacían la misma función que las piscinas, sin pena ninguna.
Recuerdo mi bici, una G.A.C. roja que heredé de mis hermanos. Me tiré años esperándola porque era demasiado grande para mí, pero ese día llegó. Y me sentí afortunada. Fue compañera inseparable de juegos compartidos con los amigos. Hacíamos carreras, nos las prestábamos, íbamos al pueblo de al lado, arriesgándonos a una buena regañina, merecía la pena, era una señal de independencia.
Se hacía de noche y había que guardar la bici. El escenario se trasladaba a la plaza. Era el momento de jugar al pañuelo, a los perros y las liebres, al balón prisionero… Llegaba la hora de regresar a casa. Era medianoche, pero antes de dormir, nos quedábamos un ratito a la puerta de casa junto a los padres, abuelos y vecinos que tomaban el fresco en sus mecedoras. Esas hamacas eran perfectas para balancearnos mientras buscábamos en aquel cielo estrellado la osa polar. Y para escuchar las historias que nos contaban los mayores. Siempre parecían historias fantásticas. Como aquellos veranos, que también lo fueron.