Enero se fue con paso ligero, casi de puntillas, como si no quisiera dejar rastro, pero lo dejó. Porque aunque él no lo quiso, fue largo y duro, como todos los eneros. Como todos los eneros de mi vida que se hacían cuesta arriba desde reyes hasta mi onomástica y mucho más desde ésta hasta el final. Pero este enero se fue, por fin, con aire fresco.
Comenzó con esperanza, como siempre se espera de los unos de enero. Continuó con alegría, con la sonrisa de los más pequeños y por qué no, también de los mayores al paso de Sus Majestades. Y comenzó a rodar la vida de nuevo, esa que recorremos cada día sin darnos cuenta y que, en realidad, es la verdadera vida.
A veces vivimos como si siempre estuviéramos esperando algo, cuando en realidad, la vida es eso que pasa mientras lo esperas (no sé a quién pertenece esta frase, pero la hago propia). Y llegaron los días fríos, helados. Esos en los que el sol apenas se nos acerca, está ahí, pero lejos, tímido, inundando de luz nuestras caras congeladas.
Y llegó el color que una siempre pone a su cumpleaños, esa chispa que te hace sentir especial por unas horas, querida por quienes te rodean y por los que están lejos pero cerca. Y dejó a mi alrededor nubes de serpentina donde flotar, confetis de azúcar que saborear. Y pasó.
Y llegó de nuevo la vida, esos días en que una empieza a ver algo más de luz, esa luz de enero tan limpia que anima a pensar que el buen tiempo está cerca. Pero enero se quiso despedir mal. Quiso obligarme a que detuviera mi vida, la paralizara por unos días, pensando que ya nada sería igual. Quiso darme un aviso. Para que recordara lo que es verdaderamente importante. Y dejara atrás lo demás. Lo superfluo, lo que a veces consideramos importante, sin serlo.