Y… ¿de qué voy a escribir hoy?, pues de lo que toca, que no es la Lotería de Navidad -que nunca toca, o al menos a mí- sino de la Navidad en sí, era obvio. Sobre todo, porque una es madre y -desde que lo es- lo vive de otra manera -¡menos mal! porque los años anteriores estaba empezando a darme bastante pereza-. Pereza por sentirme obligada a vivir las mismas experiencias de cada año, en los mismos escenarios, con la misma gente, con la misma sonrisa. Quizás a algunos os parezca mezquino este comentario, o quizás frívolo, pudiera ser. Mea culpa.
Pero lo cierto es que la sonrisa limpia de los niños, la ilusión que emana de sus ojos, la fuerza que transmiten sus anhelos y la magia que invaden sus pensamientos son señales inequívocas de que ellos son los verdaderos protagonistas de estos días. No hay nada como preparar la carta de los Reyes Magos, buscar -después- a los carteros reales para echar a volar sus deseos e imaginar con ellos cómo Sus Majestades preparan los regalos para los niños buenos.
Hoy vuelvo a ser niña, mi memoria quebradiza ha desempolvado imágenes que llegan a mi retina muy claras. Como aquella Navidad que Papá Noel me trajo el bebé más grande del momento, mi «minene», al que bautizaría como José Luis, sí, sí… menudo nombre, lo sé. No solo he recuperado la imagen que me devuelve a mí corriendo hacia aquel gran muñeco que ocupaba una caja tan grande como yo, sino la emoción que sentí al comprobar que mis sueños se habían cumplido.
Recuerdo también que en aquellas navidades celebrábamos las nochebuenas y nocheviejas con aquellos viejos amigos de mis padres, cuyos hijos eran también nuestros amigos. Éramos vecinos, amigos, compañeros de cole… todo en uno. Íbamos de casa en casa pidiendo el aguinaldo, con aquellas panderetas de colores que rescatábamos cada año de los altillos cuando llegaban estas fechas, nos envolvíamos de confeti y a cantar villancicos sin vergüenza alguna.
Aquellas navidades nunca volverán, porque son mi pasado y es mejor así. Que pertenezcan al mundo de los recuerdos. Ahora estamos viviendo otras, las que nuestros hijos recordarán. Y por eso pongo todo mi empeño para que sus recuerdos estén, al menos, a la altura de los míos. Con ellos pongo el belén, y el árbol, y cantamos villancicos, y le ponemos leche y polvorones a los reyes y sus camellos. Esa es mi ilusión ahora. La misma.