Justamente ayer mantía una conversación (andaba guasapeando, y, me apropio del término para evitar atribuciones erróneas a la RAE) con una amiga, cuando me di cuenta del nuevo tema que escogería para mi blog: la transformación en los modelos de comunicación y de transmisión de la información. Parece un tema muy técnico, muy de seminario de mi vieja Facultad de Ciencias de la Información, pero os lo contaré, como siempre, con mis palabras.
Le contaba que tenía que hacer una selección de libros en casa por la falta de espacio y porque me resultaban ya innecesarios. ¿Libros innecesarios? Me suena mal la frase, ¿Puede darse un calificativo similar a los libros? Ahora, lamentablemente, sí. La información nos llega actualizada a cada minuto y lo que estaba escrito en aquellas viejas enciclopedias ya ha perdido valor, seguramente.
Entonces, fue cuando (a mi amiga y a mí, digo) nos dio por ponernos nostálgicas y recordar cómo hacíamos nuestros trabajos escolares, aquellos en los que acudíamos a Larousse que era quien resolvía nuestras dudas. Y pensábamos que nuestros hijos se iban a perder esa práctica de búsqueda de información, de curiosear entre los libros de las bibliotecas familiares, aquellas que estaban siempre en el mejor sitio de la casa, para descubrir, aprender, sin más.
A pesar de despotricar sobre ese abismo al que nos asomamos cada vez que abrimos San Google, a ese bombardeo de noticias constantes que no nos permiten asimilar los contenidos, a ese gravitar por las redes de la globosfera en la que nos perdemos y nos metemos en jardines y volvemos e intentamos retomar nuestros caminos (a veces sin mucho éxito); a pesar de tanto echar de menos el pasado, ella y yo (emisor y receptor) nos habíamos instalado en este mundo. Ya no hablábamos como antes en la puerta de su portal o en un banco de la calle, como cuando éramos niñas. Ya guasapeábamos. Perdiéndonos mucho, aunque los emoticones intenten desesperadamente competir con nuestros gestos. Nunca podrá ser lo mismo. Comunicación es, o era, otra cosa.