Noviembre era un mes anodino para mí hasta hace no mucho. Estaba en medio de la nada, ¿era otoño o quizás invierno? Ya había comenzado el curso pero estábamos instalados en esa medianidad donde nunca pasa nada, donde todo queda lejos y cerca a la vez, días que pasaban sin más razón que el devenir de la vida. Así era antes, si hago caso a los recuerdos que me devuelven a la infancia.
Un mes soso que empezaba con una fiesta litúrgica no menos atractiva, de la que solo recuerdo coronas fúnebres y huesos de santo. Luego llegaba mi santo, era el mejor día del mes, qué duda cabe, aunque solo servía para ser protagonista de las vidas que me rodeaban, por unas horas. No había por entonces coronas de la Almudena, solo misa y felicitaciones cercanas.
Seguía siendo noviembre cuando comprábamos castañas asadas y las comíamos al calor de la mesa camilla. Aquellas castañeras que vendían sus pequeños manjares a las puertas de las iglesias del centro de Madrid y que anunciaban el frío, si es que no se había instalado ya, que era lo más probable.
También recuerdo el chocolate a la taza, los churros, las tostadas hechas en la carmela, el cola cao humeante que tomábamos para merendar los fines de semana y que nos sabía a gloria. Esas tardes grises a la llegada del colegio en la que hacíamos los deberes mientras escuchábamos de fondo la radio, aquella radio de Encarna Sánchez. Inconfundible.
Ahora en noviembre es Navidad. O casi. Las castañas se venden en puestos prefabricados (mejorando -menos mal- las condiciones de quienes las venden), el chocolate se toma en cualquier franquicia y los niños ya tienen escrita su carta a los Reyes Magos. Noviembre tomó fuerza hace cuatro años. Y dejó de ser insignificante, al menos para mí.