Correr el riesgo de ser infiel a…

En un amago de cambiar de imagen, no sólo por las consecuencias personales que ha traído mi cana, ayer me decidí a ir a la peluquería. Supongo que este ‘post’ es una frivolidad, pero de algo hay que escribir. No siempre pienso en temas ocurrentes, a veces la actualidad es tan aburrida o tan dramática -véase la crisis-que prefiero evadirme de ella y acudir a mis propias experiencias.

Como decía, ayer fue uno de esos días en que una se levanta y no se ve. No es que desapareciera por arte de magia, que a veces ya me gustaría, es que sencillamente, me vi horrible. El causante era el aspecto de mi pelo. Llevo años acudiendo a la misma peluquería porque después de muchos intentos por buscar a la persona que acierte con tu estilo, creo que es donde me lo cortan, al menos, como de costumbre. He hallado al cortador de pelo menos malo que he conocido. Quizás sea que yo sea demasiado exigente o tal vez sea esto segundo: que los milagros no existen.  

Bajé, pues, a mi «centro de belleza», por llamarlo de alguna manera, ya que semánticamente el significado no se corresponde con la realidad. Se trata de un lugar diminuto, sencillísimo, de barrio, regentado por la misma mujer desde hace décadas, cuyas clientas más fieles pertenecen, fundamentalmente, a la tercera edad. Retomo, que me voy por las ramas. El caso es que por alguna razón imprevista estaba cerrado.

Llevaba todo el día pensando en lo mismo y cuando algo no para de rondarme en la cabeza, tengo que pasar a la acción, no puedo dejarlo para otro día. Como respuesta a esa urgencia me animé a cambiar y me dirigí a este sí, un centro de belleza nuevo. En este caso sí que cumplía con los cánones estéticos del momento, recién estrenado, luminoso, grande, con un grupo de jóvenes profesionales que acuden a tu encuentro en cuanto ven que entras por la puerta, etc.

Al momento, me bombardearon con una charla sobre el mal estado en que estaba mi pelo y por supuesto sobre los productos que podrían combatirlo. En definitiva, una acción de marketing directo para que acabara comprando sustancias de marcas carísimas que luego nunca uso. Finalmente pude rehuir diplomáticamente la situación inventándome una buena excusa. El resultado fue un corte de pelo similar al de mi peluquero de siempre por el doble del coste habitual. ¡Si me tenían que haber pagado a mí por aguantar el tirón! Conclusión: En cuestiones estéticas, sé fiel.