¿Se puede sentir dependencia y tedio a la vez por el mismo estímulo? A mí me ocurre con Mad Men, no sé si compartís conmigo esta ambigua sensación. Para los que os suene a chinos, es ésta una serie norteamericana cuyo eje vertebrador discurre en una agencia de publicidad neoyorkina de los años sesenta. A priori, tiene todos los ingredientes que me encanta saborear: escenario, época, temática… pero, tenía que tener un pero. A él voy a intentar referirme sin que me rechinen los dientes.
Os pongo un poco en situación: Don Draper es un joven y apuesto director creativo de una de las mejores agencias publicitarias de la Gran Manzana: Sterling Cooper, situada más concretamente en la Avenida Madison. La historia gira en torno a él -en el ámbito profesional y en el personal-, sin más. No tiene mayor proyección, es la serie en la que «nunca pasa nada», no espero que pase más, es suficiente. He de decir, en honor a la verdad, que estoy en la primera temporada, quizás más adelante me sorprenda.
Y diréis qué tiene de malo este escenario. Como os decía, todo es elegante, con clase, con ese aire distinguido que caracteriza a la sociedad adinerada norteamericana. Pero hay demasiados estigmas que se materializan en los diálogos, lo más importante de esta serie. Diálogos hirientes, certeros, sexistas… podría seguir en esta línea con muchos adjetivos más, pero me falta vocabulario. Conversaciones, eso es la serie, la vida hablada.
Son importantes los detalles, los objetos: los vestidos de las jóvenes secretarias (siempre a la última), los de las amantísimas esposas (siempre discretos), los de los ejecutivos (siempre impecables), el alcohol (siempre presente en las reuniones masculinas, tanto de trabajo como personales), el humo (siempre).
El silencio y las mentiras son otras de las cosas presentes en Mad Men. No hay banda sonora, no hay música (el silencio es importante). Es la vida en directo. Esa vida cómoda para ellos (infieles y prepotentes) y sumisa para ellas (acostumbradas a aceptar su rol de esposas fieles, hacendosas amas de casa y madres cariñosas). El caso de las secretarias tampoco es más alentador: mujeres floreros (algunas amantes de sus jefes) y las otras, las inteligentes, las que intentan destacar (el personaje de Peggy), son feas, gordas y con ese aire pueblerino de las que no son de Nueva York, sino de la América profunda.
Podría seguir disertando… pero me enojo. Detesto ese sexismo, más bien ese machismo exacerbado. Y me planteo que aquella sociedad norteamericana, refinada y sibarita solo difiere en la forma de aquella otra, más provinciana, que tuvieron nuestras madres, en la España de los sesenta. En el fondo, los papeles eran los mismos: ellos arriba, ellas abajo (la gran mayoría, por suerte una minoría no). Ellos superándose, ellas estancadas. Ellos los jefes, ellas las secretarias… Sé que hemos mejorado, pero ¿cuánto nos queda? ¿llegaremos algún día?