Prejuicios

Aunque todos queramos escapar de los tópicos y los prejuicios, a veces nos resulta harto difícil. Sí, porque están muy enraizados en nuestra forma de ser y ver las cosas, de valorar lo que nos rodea y de juzgar todo aquello que se presenta ante nuestra vista, sin más. Muchos somos así -eso creo- o al menos unos pocos.

De cualquier manera queda muy esnob decir en público que uno no es prejuicioso, pero, ¿para qué engañarnos? Tenemos prejuicios de todo tipo y color y para muestra un botón: los que son de derechas son unos rancios, los de izquierdas unos progres, los catalanes son tacaños, los andaluces perezosos, las rubias son tontas, las feas simpáticas… pero si solo fueran estas banalidades quedarían dentro de la gracietas populares.

Juzgamos, muchas veces, con la primera impresión que tenemos de alguien. Su forma de vestir, de peinarse, de maquillarse, de hablar, de mostrarse. Nos resulta difícil desnudarnos de las convencionalidades, tomar distancia y explorar lo que hay más allá de una simple apariencia. Yo misma me he llevado alguna que otra sorpresa con alguien que, a priori, ya había etiquetado.

Las etiquetas hacen mucho daño, deberíamos ser más suspicaces y no quedarnos con la máscara de las personas, intentar llegar a la esencia de las mismas, a lo que realmente es importante o ¿es que alguien cree que las joyas, la ropa o la casa hace a las personas? Eso quisieran muchas y muchos. Menos mal que no es así, si así fuera estaríamos perdidos. Solo los afortunados económicamente (hablando) serían los «aceptados» socialmente.

Precisamente en eso se refugian quienes poco esconden, cuyos universos interiores están vacíos. Menos mal que el dinero solo es dinero, que es algo «conseguible», que lo mismo que viene se va y que es algo material, sin mayor valor del que le damos. Yo apuesto por lo demás, por lo que hay detrás, por lo que hemos ido labrando a lo largo de nuestras vidas, por lo que nos define como personas, léase como se quiera.