Algo más que un volcán

Hace cosa de dos semanas que ando desconectada de la red. La causa no es otra que unas más que merecidas vacaciones familiares en una de mis islas favoritas: Lanzarote.  Pido disculpas por mi ausencia en Internet. Regreso a la península. Al foro, ya sabéis. Calentito, por cierto.

El post de hoy va de mi experiencia vital tras pasar unos días en unos escasos kilómetros de terreno abrupto. Cuando uno llega a Canarias, de entrada, se encuentra con una hora de regalo. Ésa es la primera señal de que algo cambia en tu cuerpo desde que pisas en esas latitudes.

Lo sigiente es el clima, siempre suave y cálido, que envuelve al carácter de sus gentes. Y qué decir del paisaje. Los contrastes cromáticos definen su litoral, como una piel que se transforma tras un sol cegador que aterriza inconmensurable en la negrura de sus tierras volcánicas.

En su interior pareciera que el corazón de la montaña hubiese expulsado en ardientes llamaradas su pasión. El fuego invade gran parte de la isla, inundando de leyendas cada rincón inexplorado. Ahí está la magia que encierra Lanzarote. Sueños que se mezclan con la realidad de otro mundo.

Y por último, su armonía. Es encomiable que se haya respetado el equilibrio arquitectónico tan bien implantado por César Manrique, que tan bien supo imprimir frescura a sus pueblos. El predominio del blanco de sus casas aligera la aridez del paisaje. Y es que su alma se respira en toda la isla. Como un soplo de aire puro.