Hijos de otra generación

Quizás una sea una nostálgica o quizás sea de las que opine que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Cuando echo la vista atrás y hago uso de mis recuerdos compruebo que nuestra infancia, la de los que nacimos en la década de los setenta, es muy distinta a la actual.

Creo que nosotros éramos más niños. Jugábamos. Solos o acompañados. Necesitábamos poco para pasarlo en grande. Era frecuente que los niños jugasen en la calle con el balón, las canicas o las chapas; y las niñas a la cuerda o a la goma de saltar. Luego había juegos comunes como el clásico rescate, el balón prisionero o el pañuelo.

Era habitual tomar el bocadillo de la merienda a la salida del colegio mientras se cambiaban cromos o se echaba un rato con los amigos y/o, generalmente, vecinos. Y luego, por supuesto, todos íbamos a casa a hacer los deberes. Era un breve espacio de tiempo, de esparcimiento, de comunicación, de socialización, al fin y al cabo. 

Ahora, si echas un vistazo a través de la ventana de tu casa, compruebas que ya nadie juega en la calle. Es más, no es recomendable hacerlo. Los antiguos niños ahora son adolescentes prematuros que intercambian, en el mejor de los casos, tecnología. Algunos acampan con sus motocicletas hasta altas horas de la noche.
Otras veces jugábamos en casa. También aquí precisábamos poco. El Tente, las muñecas y los coches eran los juguetes por excelencia. Los más afortunados tenían el Escalextrix o el barco pirata de los clicks. Pasábamos horas imaginando todo aquello que no teníamos. Disfrutábamos con los dos regalos que teníamos en todo el año y que siempre llegaban por navidades y por el cumpleaños. Valorábamos lo que teníamos.

Actualmente, los juguetes caros se acumulan en los cuartos de los niños, a modo decorativo. Los reyes llegan multiplicados por toda la familia. Y ellos, ni los miran. Las consolas han copado el mercado juguetero. Ya no hay espacio para la creatividad, todo viene con manual de instrucciones.
No es la abundancia el mejor ejemplo para un niño. Con ello sólo conseguimos pequeños caprichosos y déspotas. Cuando sus deseos no son cumplidos no responden. No admiten un no como respuesta. Estamos educando a una generación que se frustra a la primera adversidad. Eso es peligroso.

Considero necesario retomar ciertas actitudes que nuestros padres tuvieron con nosotros y que ahora se han olvidado. ¿Alguien recuerda ser premiado por aprobar todo? No, porque nos inculcaban que ese era nuestro deber. Asumíamos que era nuestra única tarea y no pedíamos nada a cambio, tan sólo una felicitación, claro.
Aprendimos que los logros son consecuencia de nuestros méritos y que uno es feliz cuando alcanza sus metas. Eran otros valores relacionados con el trabajo, la responsabilidad y el esfuerzo. Por no hablar de la educación. Pero ése es otro capítulo que dejo para otra reflexión.