¡Auxilio! ¡Un teléfono!

Ayer caí en la cuenta de que no podemos vivir sin teléfono móvil. Como ya dije en otra reflexión, nos hemos creado unas necesidades que han dejado fuera de juego al mobiliario urbano que, hasta no hace mucho, formaba parte de las ciudades. Me refiero a las tradicionales cabinas, en las que uno se refugiaba para hablar aislándose del ruido exterior. Eran pequeños habitáculos en los que se creaba una atmósfera íntima desde la que se conectaba con el interlocutor.
Era corriente ver gente haciendo cola o alguien que te pedía algo de dinero suelto para poder realizar una llamada. Formaban parte de nuestras vidas. Algunos, que no tenía teléfono en casa, hacían uso de ellas, con relativa frecuencia. Existe, por cierto, una gran película de Antonio Mercero y protagonizada por José Luis López Vázquez, que discurre precisamente en una cabina.
A éstas, de cristal y cuyo logotipo todos recordamos –azul-, la única compañía telefónica de entonces, le siguieron los teléfonos públicos de la misma empresa, que, por lo general, estaban dispuestos de par en par. No tenían puerta y ocupaban menos espacio, pero se perdía calidad acústica. Todavía se ve alguno de ellos. Pero ya son pocos.
Pues bien, el otro día, mientras caminaba por una zona no muy lejana al centro de Madrid, realizaba una llamada telefónica desde mi móvil. El azar quiso que me quedara sin batería cuando acordaba con un amigo dónde nos veíamos.
Desde ese momento y hasta el lugar de destino no encontré ni un sólo teléfono público.
Anduve dos kilómetros y me quedé absorta cuando me percaté de su ausencia. Llegué hasta un centro comercial y me dije, ¡ya está, desde aquí podré llamar! Pero ¿cuál fue mi sorpresa? Entré y busqué los indicativos de servicios públicos. Allí había de todo: aseos, salas de lactancia, ascensores… pero…y… ¿los teléfonos? Ni rastro. Pregunté en una tienda y me miraron como si estuvieran hablando con un dinosaurio.
¡Qué impotencia! No pude contactar con la persona a la que había dejado colgada, y, decepcionada, regresé a casa, fijándome otra vez en el camino de vuelta y recordando cuántas cabinas había en ese trayecto en otros años.
Cuando me acercaba al barrio observé que las antiguas cabinas habían sido sustituidas por locutorios. Centros desde los que se puede establecer comunicación telefónica y frecuentados, principalmente, por inmigrantes. Ni siquiera se me ocurrió entrar en uno de ellos. 
Por eso, reflexioné sobre cómo evolucionan nuestras vidas, y me pregunté otra vez, ¿necesidades creadas, necesidades superfluas? Quizás no sean tan superfluas. Ya no podemos vivir sin ellas y eso significa que son necesidades al fin y al cabo.